Por Verónica del Carpio
Los pleitos son caros, se nos dice repetidamente, y hay que evitarle al Estado, es decir, a los contribuyentes, ese coste mediante la búsqueda de mecanismos disuasorios y alternativos no gratuitos y obligando a los justiciables a pagar al propio Estado por hacer uso de los Tribunales con elevadas tasas, inasumibles para la gran masa de la población y por tanto inconstitucionales. Pero con frecuencia acudir a los tribunales no es un lujo o un capricho, sino un derecho constitucional de primer orden, por definición garantía de todos los demás derechos, y no puede reprocharse que se haga uso de los mecanismos que la Constitución y los convenios internacionales prevén y protegen.
Pero en todo esto sorprende que el legislador no reflexione sobre hasta qué punto SU PROPIA ACTUACIÓN causa muchos conflictos innecesarios entre los particulares y con el mismo Estado que ahora pretende que no lleguen a los tribunales esquivando sus propias responsabilidades.
Las continuas afirmaciones sobre el gran número de juicios en comparación con otros países, además de estar fundados con frecuencia en datos numéricos y comparativos inexactos (o si se prefiere, manipulados; ver post del Prof. De la Oliva), provocan consternación por la ligereza con la que se reprocha al justiciable el verse en la ingrata situación de reclamar lo que se considera suyo, o de defenderse de los ataques de otros, y por la absoluta falta de autocrítica de los propios legisladores.
Es obvio que quien demanda porque su inquilino no le paga o porque quiere divorciarse ejerce su derecho irreprochablemente, pero para alguien que cree en la Justicia y en el Estado de social y democrático de Derecho, ya resulta descorazonador tener que recordar que
- si un consumidor recibe un servicio defectuoso de una empresa de telefonía
- si unos vecinos se desesperan por el ruido insufrible de una discoteca sin licencia
- si explota un avión por no haberse efectuado las revisiones técnicas pertinentes
- o si se lleva la riada las casas construidas en el antiguo lecho de un río
mucho tiene que ver la falta de controles administrativos idóneos o de una actuación efectiva por parte del Estado. De los pequeños contratistas arruinados por los Ayuntamientos que no pagan sus facturas, o del silencio administrativo negativo que obliga a demandar ya ni hablamos.
Pero además con impactante frecuencia son LAS PROPIAS LEYES EN SÍ MISMAS las que provocan la inseguridad jurídica que obliga a iniciar un pleito, al ser innumerables, permanentemente cambiantes y de muy deficiente técnica legislativa. A lo que se añade el ser complementadas por la jurisprudencia, la cual por sí sola es no solo masiva, sino impredecible y por esencia cambiante. La propia legislación procesal establece mecanismos para el recurso cuando, como es frecuente, existe jurisprudencia no unánime, y prevé recursos para interpretar normas que ha dado lugar a dudas interpretativas. En este panorama es claro queperder un pleito NO significa necesariamente que se trate de un pleito temerario que hubiera sido lógico evitar.
Por supuesto, no existe nadie, insisto, absolutamente nadie, que tenga la más remota posibilidad de conocer todas las normas de toda índole y rango; El jurista más dedicado y avezado puede, tal vez, llegar a conocer tan solo un insignificante porcentaje de ellas. El Código Civil, al establecer que la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento, parte de una ficción, por lo que ni hay obligación en sentido estricto de conocer las leyes, ni tiene relevancia legal si se conoce o no. Pero si tiene relevancia, y MUCHÍSIMA, si consideramos el elevado número de pleitos que derivan del desconocimiento de la ley, por ser imposible conocerla y no digamos ya interpretarla, ni por los propios profesionales del Derecho. Y la inseguridad jurídica derivada de esa abundancia y falta de claridad repercute de forma directa en la litigiosidad.
Que ni los propios juristas podamos tener claro siquiera qué es lo vigente, ni sobre la interpretación de una norma, tras analizar exhaustivamente un punto litigioso, es algo tan cotidiano que ya se da por inevitable. Pero si en vez de tener pocas leyes y buenas, tenemos muchas -una marea abrumadora- y malas, la situación de perplejidad interpretativa que deriva en un conflicto que acaba en los juzgados no es imputable al ciudadano, sino al legislador, el mismo legislador que reprocha que se haga uso de los tribunales para dirimir los conflictos.
La famosa aceleración legislativa no es indispensable ni inevitable, pero la tenemos encima. Sobre que las leyes son innumerables, expresivo es que el BOE haya dejado de publicarse en papel, por motivos de coste, y a esa legislación nacional y inabarcable haya que añadir la dictada por las Comunidades Autónomas y los Ayuntamientos;
Es algo tan habitual en los últimos años que ya ni se comenta entre los profesionales que semodifiquen normas sobre unos temas dentro de leyes sobre otros temas absolutamente ajenos y sin que ni siquiera figure tal modificación, no ya en el título de la ley, sino ni siquiera en las exposiciones de motivos, de forma tal que es imposible saber que se ha modificado una ley sin leer todas las que van saliendo de cabo a rabo. Saltan al recuerdo casos clamorosos pero habituales como la reforma de la legislación sobre arrendamientos en una ley de venta de bienes muebles a plazos.
El sistema del Código Civil de que las leyes entren en vigor a los 20 días de su publicación está cada vez más en desuso; lo habitual es ahora que entren en vigor al día siguiente e incluso hay casos del mismo día de la publicación. Y ello a pesar de lo indicado en el punto anterior. Los ciudadanos sujetos a la Ley al parecer deben ser verdaderos supermanes.
Es muy habitual que las leyes nuevas ya no incluyan una relación detallada de las normas previas a las que deroga. Se soluciona el “problemilla” con una disposición derogatoria genérica de un tenor similar al siguiente: “quedan derogadas cuantas disposiciones de igual o inferior rango se opongan a lo dispuesto en esta norma”. Para saber qué es lo vigente, allá se las apañe el jurista para saber cuáles son esa normas derogadas, y para intentar determinar si existe o no contradicción y hasta qué punto.
Que esto es así se comprueba cuando en las revistas para los profesionales del Derecho se publican “encuestas jurídicas” entre expertos y especialistas, incluyendo por supuesto jueces [clásicas las de la editorial jurídica SEPIN] sobre puntos de las leyes susceptibles de interpretación; y respecto cualquier punto al azar, considerando diez opinantes, es habitual que cuatro opinen A, tres B y el resto cada cual opine otra cosa, y todos ellos con fundamento. ¿Es un temerario o un despilfarrador de recursos públicos quien demanda o recurre siguiendo cualquiera de esas múltiples posturas de serios juristas?
Y además tenemos, claro, las leyes de Presupuestos, o de acompañamiento a los mismosque año tras año se aprovecha por tirios y troyanos para modificar una interminable lista de normas de toda índole, por la única razón de que resulta cómodo al partido de turno con mayoría parlamentaria evitar discusiones individualizadas y conseguir aprobaciones en bloque con “leyes omnibus”. Y no solo la ley de presupuestos estatal: también algunas autonómicas.
La confusión es ya indescriptible cuando el legislador se dedica día sí y día no a anunciar en los medios de comunicación, en entrevistas, declaraciones o ruedas de prensa, a modo o no de globo sonda, la inminente aprobación de leyes que finalmente son aprobadas o no lo son, o lo son de forma distinta; cualquier abogado de cualquier sector puede contar casos de consultas cotidianas sobre leyes inexistentes que se creen ya en vigor, no ya por legos en Derecho, sino por profesionales jurídicos. Usted, lector, jurista o no, ¿cree que ya está en vigor la normativa sobre arrendamientos urbanos de la que tanto se ha hablado, que permitirá alquilar pisos por plazos más breves y al arrendador recuperar el piso si lo necesita? No lo está.
Cuando tantas veces ni siquiera recurriendo al asesoramiento de profesionales se aclara nada, se pretende que ello no genere conflictos, se llama querulantes a los ciudadanos y el legislador tirio y troyano no se molesta en hacer autocrítica, ni en rectificar esta tendencia. La influencia DIRECTA del caos legislativo en el número de conflictos que acaban en pleitos resulta evidente; es muy escasamente admisible que se reproche al justiciable el resultado, y se cercene el derecho constitucional a la tutela judicial efectiva con ese pretexto.
Y sí, estoy hablando de la inconstitucional Ley de Tasas judiciales.
Publicado o 02/02/2013 en www.hayderecho.com
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