Ruiz Gallardón deforma la historia de España hasta hacerla irreconocible


12 dic 2012



¡QUÉ MALDAD LA NUESTRA!: SI PEDIMOS JUSTICIA, JUDICIALIZAMOS: EL MÁXIMO PECADO CIUDADANO

Por Andrés de la Oliva *
El pasado día 27 de noviembre de 2012, se nos informaba de que, con ocasión de la Asamblea General de las Cámaras de Comercio, Alberto Ruiz Gallardón, Ministro de Justicia del Gobierno de la Nación, había «lamentado “la tradición española de judicializar cualquier conflicto”».

Con esta lamentación, Alberto Ruiz Gallardón exhibía de nuevo su enciclopédica ignorancia sobre casi todo y, en especial, tergiversaba una tradición histórica que él, personalísimamente, podría lamentar con superlativa originalidad, pero no deformar hasta el extremo de negar la Historia de España. Es muy penoso tener que demostrar lo evidente (que es, en español y en sentido estricto, lo que resulta patente y no precisa demostración) y resulta agotador verse diariamente en la tesitura de combatir las más rotundas falsedades. Así que no me entretendré demasiado, porque, de lo contrario, hay un dilettante sin escrúpulos intelectuales y morales que me tendría siempre ocupado en salir al paso de mentiras, sofismas y falacias, sin que por ello percibiese yo un más que merecido “plus” de penosidad.

D. Felipe González (FG) y sus otrora numerosos partidarios nos dieron la murga, durante bastantes años, con la presunta “judicialización de la política”, un concepto acuñado al hilo de procesos penales seguidos contra personas que ocupaban cargos políticos en el partido y en el gobierno de FG. No digo yo que nunca se haya dado un evento procesal que supusiese judicializar lo político: a veces ha sido incluso una ley aprobada por políticos sin demasiada finura jurídica la que ha metido a los jueces en berenjenales políticos difícilmente enjuiciables con parámetros jurídicos. El fenómeno aquel que tanto preocupaba a FG era, simplemente, el de la reacción de los tribunales de justicia ante hechos que parecían delictivos y que, en efecto, acabaron declarándose tales, con imposición de las correspondientes penas a quienes se logró identificar como responsables. No se judicializó la política, sino que las instituciones reaccionaron conforme a la ley frente una criminalización de la política. Hoy, ante casos penales relativos a la actuación de políticos, nadie habla ya de “judicialización de la política”: se reconoce que estamos ante la acción de la justicia frente a una corrupción política, que consiste ya en pura delincuencia.

Ruiz Gallardón ha dejado atrás, muy atrás, a FG. Decir que existe una “tradición española de judicializar cualquier conflicto” es una retorcida manera de referirse a la tradición española de acogerse a la Justicia, de la que se viene disponiendo en España desde hace siglos, sin necesidad de ser millonario. Alberto Ruiz Gallardón es muy libre de considerar negativo que, durante siglos, los españoles, aunque careciesen de propiedades y de derecho de sufragio, no careciesen de audiencias que, en nombre del Rey o con autoridad propia conferida por el pueblo, escuchasen a las personas en conflicto y resolviesen lo procedente en buen Derecho. Pero un Ministro de Justicia se asemeja a un engendro diabólico si, como tal Ministro, considera una “lamentable tradición española” que los habitantes de España hayan podido y aún puedan (aunque sea por pocos días) recurrir a los tribunales de Justicia.

“Judicializar” es un palabro de connotaciones peyorativas, que busca desprestigiar el recurso a la autoridad judicial presentando a quienes acuden a los tribunales como personas cuando menos molestas, pero de ordinario abusivas y desconsideradas, que tratan de movilizar los esfuerzos de jueces y otros servidores públicos para tareas que no les son propias. Pero movilizar a los jueces para que resuelvan conflictos a los que son aplicables normas jurídicas no es “judicializar. “Judicializar” sería someter a veredicto de los jueces discrepancias sobre el arte pictórico, la genialidad musical, la belleza arquitectónica, el ingenio humorístico o el gusto por el jamón de cerdo ibérico frente a la gula ante la mortadela o las salchichas alemanas. ¿Hay acaso una “tradición española” de llevar a los tribunales de justicia lo que no son pretensiones de tutela jurídica, sino discusiones y diferencias de criterio de toda índole, ajenas al Derecho? No, absolutamente no. Lo que ha habido en España, y de lo que todavía hay muchos restos, es una tradición nada lamentable sino bendita y laudable: la de que se lleva a los tribunales los agravios, lo que consideramos injusto, ilícito e ilegal, en vez de resignarse el débil frente al fuerte o incluso el poderoso ante quien le supera en poderío. Lo que no ha habido es una tradición de nombrar sheriff del condado al pistolero al servicio del dueño del saloon, de las minas y de las grandes fincas del condado. Ha habido, por el contrario, una tradición de apego al veredicto de los jueces, reconocidos como aplicadores del Derecho. Aunque otros muchos derechos de los españoles no estuviesen aún reconocidos o satisfactoriamente protegidos, no ha faltado a la generalidad de ellos el amparo de los tribunales. Ésa es la verdadera tradición española. Ésa es nuestra Historia, tergiversada por RG como si fuese el más atrevido de los agentes de la leyenda negra (que la hubo, como Julián Marías se ocupo de aclarar en su España inteligible. Razón histórica de las Españas).

Los españoles no hemos tenido durante siglos ninguna tradición de llevar a los tribunales disputas o conflictos impropios de los jueces, discusiones y agravios sin dimensión jurídica. Por tanto, hemos “judicializado” lo que era judicial o, lo que es igual, no hemos “judicializado” nada. Hemos acudido a los jueces, pese a todos sus defectos, porque confiábamos en ellos y porque no era económicamente inasequible recurrir a ellos. Esa no es una lamentable tradición española. Es una tradición para sentirse orgullosos y decididos a que prosiga.

Pero, de pronto, como una maldición —que nada tiene que ver con nuestros pecados colectivos, reales, dudosos o inventados: nada tiene que ver con haber gastado más de lo que se tenía o haberse endeudado más de lo razonable, etc.—, ha aparecido un Ministro de Justicia (nunca jurista, sino exclusivo profesional de la política desde su muy joven juventud) que considera “lamentable”, totalmente negativa, nefasta, la descrita inclinación multisecular de los españoles a recurrir a los jueces y que, además, quiere destruir la realidad derivada de esa inclinación poniendo precios elevadísimos al acceso a los tribunales de Justicia. A eso, este relamido y pretencioso político lo compara ¡con la Revolución Industrial! Nadie había llegado tan lejos en el ejercicio de la auto-idolatría.

A la hora de los conflictos jurídicos, de las injusticias, de las ilegalidades, ¿qué quiere este Ministro de Justicia que hagan los españoles, en vez de acudir a los tribunales? ¿Quiere que zanjemos los conflictos a navajazos o a tiros? ¿Quiere que recurramos a quienes brindan eso que se ha llamado “protección”, por la que hay que pagar, voluntariamente o la fuerza? Supongo —por mi buena intención, no por las palabras y las obras del Ministro— que Ruiz Gallardón no quiere que nos demos a la “autotutela”, a la mal llamada “justicia privada”, es decir, que nos tomemos por propia mano lo que nos parezca justo o que contratemos sicarios que rompan las piernas al deudor recalcitrante. Entonces, ¿qué quiere? Quiere imponernos —así,imponernos— que recurramos a la mediación de terceros. A mí me parece bien que se nos inste a hacer todo lo posible para alcanzar acuerdos que eviten procesos judiciales, pleitos. Pero no me parece bien, sino muy mal y no me parece moderno, sino anticuado y regresivo, que la mediación sea obligatoria con carácter previo al recurso a los tribunales o en medio ya de procesos judiciales. Y conste que eso no lo exige la Directiva 2008/52, del Parlamento Europeo y del Consejo.

Seguramente el Ministro habrá caído en la cuenta de que existen en España unos profesionales, los abogados, que procuran, de ordinario, que sus clientes lleguen a un acuerdo y no sea necesario pleitear. Pero, en no pocas ocasiones, las personas que se consideran perjudicadas injustamente por otras no quieren, incluso por la propia naturaleza del conflicto, un resultado parcialmente satisfactorio pero parcialmente insatisfactorio. Quieren exponer unos hechos y que se apliquen a esos hechos las normas jurídicas. No quieren resolver un conflicto, sino una sentencia justa, una tutela jurisdiccional frente al despojo, el desamparo, el daño que se les ha causado ilícitamente. Ni a éstos se les debe imponer una mediación que no quieren ni a todos se les debe obligar a pasar por el mediador —persona física o institución— como paso previo ineludible a recurrir a los tribunales. Se trata sólo, en una gran mayoría de casos, de una pérdida de tiempo y de dinero.

¿No hay nadie al lado del Ministro de Justicia que le pueda recordar la Ley 34/ 1984, de 6 de agosto, de reforma urgente de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que, entre otros muchos cambios, dispuso, como decía su E. de M., “conferir al acto de conciliación, que, como demuestra la experiencia, ha dado resultados poco satisfactorios, un carácter meramente facultativo”? Se eliminó en 1984, con general satisfacción, la exigencia de un acto de conciliación previo (en definitiva, un intento de llegar a un acuerdo que evitara el proceso). La conciliación se transformó en facultativa, en voluntaria y aún subsiste con esa naturaleza. Así que yo digo: bienvenidos sean los mediadores, individuales o institucionales, siempre que recurrir a ellos no sea obligatorio.

Soy consciente del abuso, cometido por muchos (no por mí), de la paráfrasis de Cicerón en su primera Catilinaria. Pero, ante este Ministro que miente y engaña una y otra vez, la verdad es que está plenamente justificado preguntar:

Quo usque tandem abutere, Adalberte, patientia nostra? Quamdiu etiam furor iste tuus nos eludet?Quem ad finem sese effrenata jactabit audacia?

¿Hasta cuándo, Alberto, abusarás de nuestra paciencia? ¿Durante cuánto tiempo aún nos superará tu locura? ¿A qué extremos se arrojará tu desenfrenada audacia?

¿Por qué diablos sigue afirmando este servidor de la iniquidad —no exagero: las tasas que ha impuesto, con la ayuda racionalmente inexplicable de su partido y de sus parlamentarios, son lisa y llanamente inicuas— que nuestra litigiosidad es “desproporcionada”? ¿Quién es él, con todos sus colaboradores, para juzgar sobre proporción o desproporción entre la litigiosidad real y unas “verdaderas” necesidades de tutela judicial que experimentan los que tienen derecho a acceder a los tribunales españoles? ¿Cómo puede seguir engañando en la comparación con Francia, que en este blog ya se llevó a cabo con toda seriedad (v.http://andresdelaoliva.blogspot.com.es/2012/01/gran-patinaje-del-nuevo-ministro-de_18.html), sin arrojar, en modo alguno, los resultados que Ruiz Gallardón inescrupulosamente se atreve a esgrimir? ¿Cómo, por último (provisionalmente, última mentira), se atreve este indocumentado a afirmar que en Europa pagan los ciudadanos para litigar unos precios públicos que, en promedio, son tres veces superiores a los de nuestras malditas tasas? Y, si así fuese (que no lo es, ni por lo más remoto), ¿serían justas y razonables para los españoles las tasas gallardonianas (porque no estamos hablando de tasas en generalsino de las concretas tasas que se han aprobado aquí)? Ese simplismo que unifica las enormes diversidades que la Justicia presenta en los países europeos y que desemboca una descarada invención, no está basado en ningún estudio (de hecho, están ahora buscando datos europeos en el Ministerio gallardoniano) y acaba de recibir un mentís, implícito pero contundente, cuando varias asociaciones judiciales han apoyado expresamente la oposición judicial española a las recientes tasas. ¿Se atreverían jueces frances, alemanes y belgas, etc., a declarar ese apoyo si supieran, como lo sabrían si fuese cierto, que en España la Justicia les cuesta a los españoles un tercio de lo que les cuesta a los europeos?

Si el Sr. Ruiz Gallardón se pone a hablar de dineros y Justicia, no habrá más remedio que ocuparse de tan sustancioso aspecto del conjunto de cambios —todos, sin excepción, increíblemente, para mal, para francamente peor— de dinero y Ruiz Gallardón.  Lo dejo para otro día.

(*Andres de la Oliva es Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Complutense (Madrid)

Publicado el 12/12/2012 en www.andresdelaoliva.blogspot.com

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