El Poder Ejecutivo ha decapitado a la Justicia española. La última reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) recorta las competencias del órgano rector de la judicatura (CGPJ) a favor del Ministerio de Justicia y, por si ello fuera poco, ha rendido a las cámaras parlamentarias la designación de todos sus miembros (dicho sea de paso, en impúdica trasgresión del programa electoral del partido gobernante). O sea, que serán las camarillas de Ferraz y Génova las, que con el interesado auxilio de sus liliputienses comparsas parlamentarias, encasillarán a las vocalías según las cuotas previamente cocinadas en el puchero de la componenda política.
Nuestra Justicia española yace acéfala en el cadalso de la guillotina partidista. Su situación evoca a la postración de la Nación española cuando, hace doscientos años, la invasión francesa demolió las carcomidas estructuras de la monarquía absoluta. Un elegante artículo de Ortega y Gasset (publicado el 13 de octubre de 1912 en el diario La Prensa) conmemoraba el centenario de las Cortes de Cádiz. Dos siglos más tarde, las palabras del filósofo español conservan todavía su creativa vitalidad.
Según Ortega, desplomado el gobierno de la decimonónica monarquía hispánica, la estructura orgánica de España se convirtió en un “montón de materiales palpitantes” que sin conexión ni jerarquía aspiraban a la “lucha por la independencia”. El vacío fue llenado por las “juntas provinciales” que se improvisaron como “como corazones innumerables e vida forzosamente discontinua”. Fueron estas juntas las que el 23 de septiembre de 1808 constituyeron una Junta Central Suprema que convocaría las Cortes Generales.
La magistratura española cuenta aún con órganos democráticos: las juntas de partido, integradas éstas por todos los jueces de su respectiva demarcación territorial y a las que se les ha reconocido el derecho a elegir libremente un representante denominado “decano”. Aunque la cúpula del gobierno judicial haya sido secuestrada por los partidos políticos (como en su día el trono carolino engatusado por Napoleón), las bases de la carrera judicial se resisten a la foránea colonización por los otros poderes del Estado. Inmunizadas ante la lepra de la politización de las togas sucias, dichas juntas operan como una suerte de cordón sanitario donde sus miembros expresan su voluntad según el principio un hombre/un voto. Fueron estos órganos los que impulsaron la primera huelga y plantaron cara a un Ejecutivo torpemente deseoso de violar la separación de poderes.
Sin embargo, los jueces españoles carecen de un espacio común para manifestar su voluntad conjunta. No existe ninguna Junta Nacional de Jueces que, a semejanza de la Junta de 1808, permita una acción coordinada en todo el ámbito del territorial español. Esta carencia propicia que se dé gato por liebre a la opinión pública, haciendo pasar por representante de la judicatura a un Consejo cuyos miembros deben sus cargos a la cocina parlamentaria. El CGPJ nos gobierna, pero no lo hemos elegido.
Recuerda Ortega y Gasset que la Junta Central se ve forzada a poner la gobernación en manos de una Regencia, “aquella famosa regencia presidida por el obispo de Orense, hombre absurdo y desleal” (…) “tan exento de liberalismo como de sentido común” en una época en la que tan arduo eran distinguir “quiénes son liberales, quiénes patriotas, quienes creyentes, y quiénes pancistas”. Esa regencia terminaría funcionando como un obstáculo reaccionario, una incómoda piedra en el zapato de la revolución liberal. Hoy día la oligarquía política precisa, al igual que en aquellos trágicos días, de un caballo de Troya para vencer la resistencia de un poder judicial que aguanta tras las murallas de unas juntas de jueces de inquebrantable espíritu gaditano.
La futura ley de Planta pretende la supresión de los partidos judiciales y, con ellos, de los decanatos, en cuyo lugar se colocarán unos presidentes elegidos por el CGPJ, fieles comisarios ejecutores de la política judicial, verdugos de la independencia judicial. Muerto perro se acabó la rabia. Con un Consejo en manos de los partidos, se cierra el círculo, por arriba y por abajo. Todo atado y bien atado. Cuán lúcidamente pintó Ortega esa casta de “grandes figurones de la España convencional, hombres esos que nadie sabe por qué se han elevado en la jerarquía oficial (…). Yo no sé qué fatal predilección hemos solido sentir por tales genios de la inutilidad”.
La lógica del rodillo parlamentario vence por su fuerza inapelable si bien, parafraseando a don Miguel, nuestro otro gran sabio, no convence. Más de 350 jueces reclamaron en febrero de este año 2013 la creación de una Asamblea General de Jueces basada en el principio “un juez/un voto”. Con tal propósito se reunió en la plaza de Castilla de Madrid una delegación de este movimiento espontáneo, surgido de descontento de las bases de la carrera, al margen de cualquier conexión con partidos políticos, sindicados, empresas o cualquier otro grupo de intereses. Pero no quedaron aquí las cosas: promovieron unos futuros comicios judiciales de carácter meramente simbólico en contestación a la farsa montada por el Ministerio. El objetivo es muy simple: la puesta en marcha de unos comicios virtuales donde los cinco mil miembros del poder judicial de nuestro país, constituidos en cuerpo electoral, elijan por correo electrónico a doce representantes, contrapunto democrático a ese futuro Consejo cortado según el patrón de la sastrería política.
Aunque desprovista de eficacia legal, una iniciativa semejante, además de una protesta por la libertad, encierra un mensaje de dignidad: los jueces españoles se niegan en su gran mayoría a participar en un sistema montado para legitimar el poder político, hijo ilegítimo de una mentira originaria engendrada en violación del programa electoral. Son muy pocos los que han decidido colaborar prestándose a buscar avales para presentar su candidatura ante el poder político. Los demás se esfuerzan, como diría don José, a elevarse sobre el “lastre pavoroso” de la “miseria intelectual y la “inercia ideológica”. Pero solos no podemos. Los jueces españoles necesitamos la ayuda de nuestro pueblo. Ayudadnos, por favor.