Un producto de lujo en un país pobre


14 ene 2013


Por Wilson Jones

Hay tres poderes básicos sobre los que se asienta el correcto funcionamiento del Estado: poder legislativo, dedicado básicamente a la elaboración de las leyes que han de regir la vida y derechos de los ciudadanos en un cuanto integrantes de un Estado de Derecho; poder ejecutivo, encargado del gobierno y de la gestión diaria de los recursos públicos de vertebración y ordenación de la sociedad y de la mejor satisfacción de sus necesidades, dentro del marco legal que le ha conferido el poder legislativo, sí, pero con un amplio margen de discrecionalidad en su toma de decisiones, y con capacidad para promulgar normas de obligado cumplimiento para todos (Decretos, Órdenes Ministeriales); y poder judicial, cuyas principales protagonistas, los jueces y magistrados, han de velar por la impartición de justicia, siendo además los encargados de aplicar e interpretar las leyes cuando adoptan decisiones en las resoluciones judiciales que ponen fin a los conflictos que, mediante denuncias, querellas o demandas, son sometidos a su consideración si un particular o una administración entienden que se ha producido la violación de una norma o derecho, las mismas normas o derechos que conforman el marco legal de convivencia pacífica de los ciudadanos. 

Aun cuando esto sea un burdo resumen de la actuación de los tres poderes, sirva ahora como pequeño esquema para los profanos en la materia. Bien, una vez distribuidas las competencias entre esos tres poderes, cada uno debe ponerse a trabajar. Los legisladores, diputados y senadores, que ya perciben unos dignos sueldos detraídos del dinero que los ciudadanos aportamos al Estado, se reúnen en el Congreso y Senado para discutir y aprobar las leyes. ¿Se imaginan que cada vez que acudiesen a un pleno a debatir los proyectos legislativos en trámite, a los ciudadanos se nos exigiese el pago de una tasa adicional para costear el trabajo a que aquellos están obligados? Sería aberrante, digo yo. ¿Se imaginan también que cada vez que el presidente de gobierno, sus ministros, los secretarios de estado, directores generales y toda la retahíla de cargos que conforman el poder ejecutivo, se reuniesen en consejo o acudiesen a sus oficinas para hacer su trabajo, o sea para cumplir con una obligación que ha de revertir en beneficio de todos, se nos impusiese un nuevo tributo, además de los que ya soportamos? Igual de aberrante, creo. ¿Se imaginan, por último, que tuviésemos que pagar un tributo cada vez que los jueces debiesen decidir sobre un conflicto judicial, porque un particular, usted, yo, o el vecino de al lado, nos hayamos visto abocados a acudir a los tribunales al haber sido víctimas de la lesión de nuestros derechos, y no podamos, por estar lógicamente prohibido, tomarnos la justicia por nuestra mano? Sería, de nuevo, aberrante. Pues no, se equivocan. Si usted quiere que funcione el engranaje judicial, si necesita el amparo de los jueces, no basta con los impuestos que ya paga y que sirven para costear los recursos de la administración de justicia; además habrá de pagar una tasa judicial (tributo), porque eso de acudir a los tribunales en defensa de sus derechos civiles, laborales, o para reclamar contra una multa impuesta arbitrariamente, es pleitear muy por encima de sus posibilidades. Eso al menos es lo que debe pensar Gallardón, avalado por su jefe Rajoy.

Para defender las tasas judiciales se nos dice que quien demanda lo hace para obtener un beneficio particular. Pero ocultan que cuando un juez dicta una sentencia envía un mensaje a la sociedad: todos estamos sometidos al imperio de la ley, y nadie puede sustraerse a la acción de la justicia. Una justicia que parece ahora convertirse en un producto de lujo en un país cada vez más pobre.

Publicado o 14/01/2013 en www.laregion.es

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