Libertad sin cargos


28 nov 2012



Siempre me ha hecho gracia oír esta expresión en los informativos de televisión. Tras mucho estudiar derecho procesal penal, les puedo asegurar que no existe tal cosa en nuestro Derecho. Ni la libertad con cargos tampoco. Son cuestiones que pertenecen al ámbito de las películas de juicios norteamericanas, de las que soy un gran seguidor, pero que no son las que rigen nuestros Tribunales.
Pero este desconocimiento sobre el funcionamiento de nuestra Justicia se traslada, también, a otra figura, que es el gran desconocido del público: el Fiscal. La mayoría de la gente, lo único que conoce es al Fiscal del Distrito del cine. Si ha visto mayoritariamente películas en las que el protagonista es injustamente perseguido, el Fiscal del Distrito (que viene a ser el baranda de la Fiscalía) será un tipo venal y sin escrúpulos, pendiente tan sólo de su reelección. Si lo visto son películas policiacas, el Fiscal y sus ayudantes (lo que aquí serían los fiscales de plantilla) serán unos tontainas a los que la policía tiene que sacarle las castañas del fuego. Lo que recurrentemente se verá, es al susodicho como un político en toda regla, cuyos ayudantes son empleados a los que se contrata y despide sin rubor.
A esta negativa visión de la ficción yanqui se unen las, a veces, poco neutrales actuaciones con las que, en la realidad de nuestro país, las altas esferas de la Institución dan materia prima a los periodistas. Causas que se inician o se dejan languidecer, según el viento político que sople; fiscales llamados a capítulo por sus superiores, por un quítame allá esos imputados... Por ello, cuando se sugiere que el futuro de la Instrucción penal es que se deje de encomendar a Jueces de Instrucción, y pase a manos de los fiscales, mucha gente se echa las manos a la cabeza.
No es mi intención decir la última palabra sobre este debate, pero sí aclarar algunos conceptos, para que, por lo menos, se pueda opinar con conocimiento.
Lo primero que mucha gente desconoce es que el procedimiento penal, los juicios por delito, tienen dos fases completamente separadas: la Instrucción y el Juicio Oral. La Instrucción es el periodo previo en el que se recopilan evidencias, se interroga a testigos e imputados, se piden informes periciales... En suma, se investiga y se prepara la segunda fase, el Juicio propiamente dicho. En el Juicio será donde todos esos indicios se conviertan en “pruebas”, en el sentido más técnico de la palabra. Por eso, muchos ciudadanos se mosquean cuando son llamados varias veces a declarar: en comisaría, en el Juzgado de Guardia (que no es más que un juzgado de instrucción al que le toca pringar por turnos rotativos). Cuando llegan al juicio, están molestos por tener que ir por tercera vez a contar lo mismo. Sin embargo, esa tercera es, por aplicar el dicho popular, la vencida. La que vale.
Pero sigamos: es un principio básico de nuestro Derecho, que ambas fases, Instrucción y Juicio, tienen que ser encomendadas a órganos distintos. Porque el Juez Instructor, a medida que investiga, se “contamina”. Es decir, adquiere tanto conocimiento sobre la causa, que no va a ser capaz de ver las pruebas en el juicio con la mirada limpia de quien las ve por primera vez, que es de lo que se trata. Por eso, una vez ha terminado la investigación, el Instructor deja de llevar el asunto, y se lo pasa a su compañero de los Juzgados de lo Penal, o a sus compañeros de la Audiencia Provincial (o Nacional, según los casos), que serán los que, después de celebrar el auténtico juicio, pongan la sentencia.
El caso es que, bien mirado, la existencia de la figura del Juez de Instrucción es un tanto incongruente. ¿Cómo narices se va a mantener neutral, precisamente la persona que tiene que impulsar la investigación? Recuerden que, antes de terminar su tarea y llegar al juicio, el Instructor tendrá que tomar una decisión, una resolución llamada “auto”, en la que o bien tira para adelante, o bien manda archivar el asunto porque no hay indicios de delito o de culpabilidad. ¿Se imaginan a un juez que ha ordenado escuchas telefónicas, registros domiciliarios o prisión preventiva para los sospechosos, dando marcha atrás y diciendo “pelillos a la mar”? Pues con eso tienen que lidiar a diario.
La solución más lógica parece ser que impulse la investigación, que pida los registros, la prisión preventiva o las escuchas telefónicas quien, al final de toda la Instrucción, va a tener que llevar a cabo la única actuación fundamental que el Juez de Instrucción no puede llevar a cabo: formular acusación. Y esa persona es el Fiscal. El Fiscal, que ha permanecido hasta ese momento junto al Juez, o incluso ausente, en ese momento reclama su cuota de protagonismo y presenta el documento básico de su trabajo: el llamado escrito de calificación, o conclusiones provisionales, donde se deja de “presuntos” e “indiciariamente”, y le llama al pan, pan, y al vino, vino. Que Fulanito quedó con Menganito, y de común acuerdo, y con la finalidad de enriquecerse ilícitamente, acordaron entrar por la ventana del piso de Zutanito, y después de darle una paliza, robarle las joyas de la abuela. Y que por eso, habrá que meterles tantos años en la cárcel. Además, Fulanito y Menganito pagarán equis dinero a Zutanito por los días que se pasó en el hospital, y otro tanto por las joyas, que nunca aparecieron.
Pero claro, entonces llega un asunto en el que puedan estar implicados políticos con mando en plaza, y todo se complica. Porque para evitar que en cada punta del Estado haya un fiscal que hace las cosas a su manera, “pues yo creo que esto es cohecho”, “pues yo creo que no lo es”, la institución está estructurada de forma jerárquica, con un jefazo principal, llamado Fiscal General del Estado, y jefes territoriales, que son Fiscales Superiores de Comunidad Autónoma, Fiscales Provinciales y demás. Y esto, en sí mismo, no es malo. Pero resulta que al Fiscal General del Estado lo nombran políticos, los mismos políticos a los que puede que haya que llevar a juicio en algún momento, o cuyos intereses igualmente políticos pueden verse en juego en algún pleito penal. Así que, por supuesto, empiezan las suspicacias, el mirar mal a la Fiscalía.
Tengo leído, hace bien poco, que confundir a los jueces de a pie con el Consejo General del Poder Judicial (el gobierno de los jueces) es como mezclar a los ciudadanos con su Gobierno. No puedo estar más de acuerdo. Pues bien, de la misma manera sería injusto meter en el mismo saco el quehacer profesional, los intereses y motivaciones de los fiscales de tropa, con lo que puedan opinar de un mismo asunto sus superiores de Fiscalía General del Estado.
En consecuencia, el problema no es que la instrucción penal sea asumida por los fiscales. En primer lugar, porque es lo natural que sean ellos, los llamados a ejercer la acusación, quienes se encarguen de solicitar las pruebas que vayan a considerar necesarias para ir a juicio. ¿O acaso ustedes se imaginan a un cirujano operando con el instrumental que le haya seleccionado, previamente, el anestesista? En segundo lugar, porque ello no equivale a darles poder absoluto, ni a la desaparición de los jueces de la fase instructora, sino que quedarían convertidos en “Jueces de Garantías”. Es decir, que cuando el fiscal pidiera alguna de las cosas más serias que se pueden pedir en un proceso penal, como las antes aludidas de registrar un domicilio, intervenir unas comunicaciones, o encerrar preventivamente a un sospechoso, un juez tendría la última palabra sobre el tema (o la penúltima, ya saben, los recursos de apelación...). Pero la última palabra de verdad, decidiendo sobre el fondo del asunto, no como en el simulacro ese de la Ley Sinde-Wert. Esta fórmula lleva más de una década funcionando en la Jurisdicción de Menores, y salvo las periódicas quejas sobre lo blando de las penas, que es otra discusión completamente distinta, el resultado ha sido razonablemente bueno.
Al fin y al cabo, los fiscales salen de la misma oposición que los jueces: preparan un temario único, se examinan ante los mismos tribunales y tras aprobar, se incorporan a una lista única. Sólo tras superar esta dura prueba, se realiza un acto de elección de carrera, y unos escogen la toga de juez, mientras que otros optan por la de fiscal. Esa es una diferencia clave con los peliculeros ayudantes de Fiscal del Distrito. El fiscal español de a pie es un funcionario exactamente tan inamovible como un juez, con la misma condición de autoridad pública, e idéntico tratamiento formal. No son empleados laborales a los que se pueda despedir si las cosas no salen al gusto del que manda. Así que la asunción de funciones instructoras por los fiscales no tiene por qué suponer ningún riesgo para la Justicia.
La clave sería dejar, antes de eso, bien atado el cascabel del gato: asegurar la independencia del Fiscal General respecto de los políticos, y reforzar las funciones del Consejo Fiscal, para que deje de ser un órgano meramente consultivo, y empiece a tener un carácter vinculante que haga de contrapeso al poder del Fiscal General. Porque una cierta jerarquía y unidad están bien, pero la Constitución también habla de legalidad e imparcialidad. Aunque vista la deriva del Ministerio de Justicia, en cuestiones como las de los jueces mileuristas que les comentaba hace poco, no tengo muchas esperanzas en ese sentido.
En cualquier caso, no se preocupen, todo esto no va a suceder mañana. Porque, con nuestro actual modelo, hay muchísimos más jueces de instrucción de los que hacen falta, y muchísimos menos fiscales de los que serían necesarios. Y no es sólo cuestión de reconvertir a los unos en los otros (cosa que, de por sí, generaría problemas suficientes como para una tesis doctoral), es que cada juzgado tiene varios funcionarios, mientras que los fiscales andan bastante escasos de personal subalterno (no tocan ni a uno por toga). Así que habría que reorganizar de arriba a abajo la estructura de la Justicia Penal, trasladar a miles de funcionarios, reconvertir procedimientos, adecuar edificios, proveer de herramientas... Todo eso cuesta muchísimo dinero. Dinero que no había en la época de vacas gordas, pues la Justicia siempre ha sido el pariente pobre de la Administración, así que mucho menos lo va a haber ahora que recortan hasta en grapadoras y folios.
O cabe otra posibilidad, claro. Que la reforma se haga “a la española”, sobre el papel, sin prever las necesidades de financiación, sin asegurar que lo que se está diseñando en un borrador va a tener respaldo efectivo en el mundo real. Como con la infame Ley de Tasas, en la que, el día de su entrada en vigor, no estaban aún preparados los formularios necesarios.  O sea, a golpe de BOE, que lo aguanta todo. Y entonces sí que pueden ir teniendo miedo. Mucho miedo.
Por Teniente Kaffee
Publicado o 26/11/2012 en www.eldiario.es
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